Solo recuerdo que éramos jóvenes, todos nosotros. Éramos
jóvenes y corríamos tardes enteras por
el parque, llegábamos a nuestra casa llenos de barro y de esas pelusas de las
plantas, de esos pinchecitos.
El pueblo nuestro era tranquilo, casi desolado, como mucho
vivíamos ahí doscientas personas. Mi papa era el médico del pueblo, un hombre
respetado y querido por todos. Vivíamos en la parte rica del lugar, al lado de
la casa del parque, ahí donde todos salíamos a jugar, a correr, a escondernos,
¿pero de que nos escondíamos? En la casa vivía un hombre gordo y torpe, de
tiradores y camisa, de zapatos gastados color café y cara de eterna siesta.
Nunca salía de su casa menos para ir a buenos aires dos veces al mes. Al que si
veíamos era al perro, blanco, que labraba y babeaba. Yo, para hacer alarde de
valentía frente a mis amigos decía que una vez lo había montado y había logrado
que la fiera me lleve mansamente hasta mi casa, una historia falsa claro, pero
todos me habían creído y por eso era muy respetado entre los niños del lugar.
Como digo, eramos muy jóvenes.
Con el hombre y el perro vivía una vieja, algunos decían que
era la madre del gordo, otros que era la tía o la abuela, o una mucama, o cosas
por el estilo, es decir que la vieja era sobre todo una incógnita. La veía cuando
estaba solo en casa. Mientras todos dormían la siesta yo salía al jardín y la
veía, sentada en una reposera, con un cigarrillo en la mano, parecía inmóvil
pero nadie se hubiese animado a afirmarlo, ni a pasarle cerca, la vieja era
como esos cuadros antiguos que siempre están colgados en las casas de las
personas de plata, que parece que te miran, que te siguen sus ojos desde la
pared. Así era ella, inmóvil y al mismo tiempo presente, escuchaba y veía todo
lo que hacíamos.
Una vez sucedió la tragedia, yo estaba jugando con mis
amigos con una pelota de tenis que cayó trágicamente al parque vecino justo
cuando la vieja estaba ahí sentada, mirándonos mientras miraba al frente como
una escultura, sus manos y sus labios temblaban, casi imperceptible, sus ojos
estaban helados, casi muertos, pero se preveía en ellos un último resabio de
vida, o de violencia, que a veces es lo mismo.
Pase al jardín por un agujero hecho en la reja, despacio
como nunca lo había hecho, con una delicadeza y un cuidado increíbles para mí,
que era joven. La pelota estaba cerca de la mujer, casi a sus pies, por un
momento pensé en volver pero yo era valiente, como no podría con una simple
vieja en pleno proceso de putrefacción. Me acerque despacio, ella estaba igual
que siempre, mirando, enfundada en unos trapos negros y viejos, con un chal que
le abrigaba los hombros. Sin dientes, casi sin pelo, con uñas amarillas y
pequeñas, a punto de caerse. Eso pude ver a medida que me acercaba. No nos parecíamos en nada, ella era para mí un monstruo,
algo que no era ni podría haber sido yo nunca. Estaba loca y estaba muriendo hacía
mucho tiempo y a mí, ahora que podía verla de cerca, ella me daba mucho asco y
mucho miedo.
No sé porque hice aquello, lo sentí, en cierto sentido,
necesario. La vieja estaba ahí y yo sabía que me estaba mirando, la tuve casi
de frente y pude verla en toda su agonía. Sentí que nunca podría morirse si yo
no hacía nada para que eso pase, sentí que la iba a llevar dentro toda la vida.
Y, porque tendría yo que cargar, como una cruz, una vieja toda la vida.
No niego que haya sido
un momento de locura, digo que justamente solo fue un momento. Era ella mi más profundo enemigo. Cuando la
tuve de frente seguía mintiéndome. De pronto movió los ojos y me miro fijo, no
aguante el asco y me tire sobre ella. La vieja casi se deshizo en mis manos,
era ya polvo.
No digo que haya estado bien, solo que ya no cargo con ella,
no la llevo. No sé, es que hay tantas
cosas que se hacen por casualidad.